Juan Manuel Alegría
En el siglo que pasó (y lo que va de este), las investigaciones históricas han desvelado muchas incógnitas que por cientos de años estuvieron ocultas. Desde siempre, los poderosos han escrito los hechos a su conveniencia. Y no sólo en el mundo occidental; hoy sabemos que en 1428, Izcóatl, el emperador azteca, ordenó (gracias a Tlacaelel) la destrucción de antiguos códices que recogían la historia de los tolteca y tepaneca, para sustituirlos por mitos azteca y así legitimar su dominio.
O se cambiaron fechas para satisfacciones megalómanas; como en el México Independiente: El día la consumación de la Independencia iba a ser antes, pero Iturbide esperó hasta el 27 de septiembre para entrar a la capital, porque ese día era el de su cumpleaños. Décadas después, Porfirio Díaz alteraría horas del “Grito” para que coincidiera con su onomástico. Más o menos ocurre eso con el mito de los Niños Héroes de Chapultepec.
El culto hacia los héroes niños no tuvo mucho auge posteriormente a la guerra contra U.S.A. Fue en el último año de Juárez (1872) cuando se decretó su celebración.
Aquí, por cierto, la ingratitud y la venganza con la historia, porque Miguel Miramón fue otro de los “niños héroes” (tenía 16 años), sin embargo no murió en Chapultepec, cayó prisionero (junto con Nicolás Bravo) y poco después recibió medalla de honor. Un año después de la Batalla, militares egresados del Colegio iniciaron la tradición de recordar los nombres de los cadetes muertos, en donde Miguel Miramón era de los primeros en ser mencionados; pero sería un terrible enemigo de Juárez y los liberales, y apoyaría el Segundo Imperio, por lo que su nombre fue excluido después.
Miguel Miramón, fue presidente de México; a los 27 años gobernó interinamente en dos períodos: del 2 de febrero de 1859 al 13 de agosto de 1860 y del 16 de agosto al 24 de diciembre del mismo año. En justicia deberían estar en el sitial de honor todos los que participaron.
Sin embargo, el general Sóstenes Rocha, que estudió en el Colegio Militar, y se hiciera famoso por vencer a Porfirio Díaz en la Revolución de la Noria, años después sería nombrado director del Colegio Militar y luego como articulista mantuvo en alto el sacrificio de los defensores del castillo, así como la promoción de la leyenda de la asociación de ex alumnos del Colegio. Mucho ayudó también el poema (1908) del amadísimo Amado Nervo: “Los niños mártires de Chapultepec”.
“Como renuevos cuyos aliños
un viento helado marchita en flor,
así cayeron los héroes niños
ante las balas del invasor”
Según el doctor en Historia, Héctor C. Hernández Silva, sobre el martirio de Juan Escutia, no hay evidencia en todo el resto del siglo, posterior a la invasión estadounidense. “Pero ni en ese entonces ni aún en 1908, fecha en que el vate de Tepic pronunció aquel inolvidable poema, había noticia de tan inigualable hazaña”.
La leyenda, afirma Hernández Silva, se fraguó “en la segunda o tercera década” del siglo pasado. “Su éxito ha sido memorable”. La gesta, como muchas otras, es sinónimo de amor patriótico, pero obstaculiza la objetividad histórica.
Muy pocos héroes
¿Por qué la historia oficial sólo señala a seis niños combatientes? En realidad el 13 de septiembre de 1847, había en el Castillo como cincuenta cadetes y más de 832 soldados (algunos historiadores varían el número) al mando de Nicolás Bravo, y que fueron apoyados, tardíamente (gracias a la estupidez de Santa Anna), por el batallón de San Blas con 400 efectivos (al mando de Felipe Santiago Xicoténcatl, quien murió en el asedio), que pelearon contra 7 u 8 mil, mejor armados, antepasados de los marines.
Al final murieron cerca de 600, entre ellos seis jóvenes cadetes y desertado unos 400. Sin duda, fueron héroes, porque no tenían la obligación de quedarse y pelear porque eran eso, cadetes (y no estaban arrestados como algunos proponen); pero no eran niños.
En esas aciagas fechas, Juan Escutia tendría 20 años; Juan de la Barrera 19, Fernando Montes de Oca tenía 18; Agustín Melgar casi 18, y Francisco Márquez y Vicente Suárez andaban por los 14 años de edad. En esas épocas, estos últimos ya no eran considerados niños.
El más misterioso de todos es Juan Escutia. Que según Francisco Martín Moreno, no era cadete sino, miembro del Batallón de San Blas. La historia oficial indica que al ver perdida la batalla, Escutia toma la bandera, se envuelve en ella y salta al vacío, pereciendo entre las rocas.
Martín Moreno señala, que Juan de la Barrera tampoco era cadete sino oficial de ingenieros y quien fue el primero que cayó muerto. Agustín Melgar fue herido y falleció después.
Otros historiadores señalan que Nicolás Bravo mandó a los poco que quedaba del batallón de San Blas, hecho trizas al pie del cerro, a que protegieran a los cadetes en su dormitorio, a los seis famosos se le sumaban Miguel Miramón y Teófilo Noris. Tuvieron la oportunidad de huir pero decidieron pelear.
Más tarde, sopesando la inminente derrota, los jóvenes se dividieron e intentaron escapar erróneamente por el jardín botánico: Juan Escutia, Suárez y Montes de Oca saldrían protegiendo a los cadetes más jóvenes, entre ellos Márquez y Miramón.
Melgar se dirigió a la sala central del Castillo, defendiendo la entrada hasta que fue herido y rematado a bayoneta. Murió al día siguiente
Según Martín Moreno, Montes de Oca y Márquez fueron cazados a tiros cuando se hacían fuertes en el jardín botánico.
Juan Escutia, no murió por un salto ni envuelto en una bandera, cayó abatido a tiros cuando descendía de la fortaleza. Por eso ningún cadáver fue hallado al pie del cerro envuelto en una bandera. Carlos Monsiváis afirmó que “ninguno se envolvió en la bandera”.
La bandera mexicana fue arriada del alcázar por los invasores e izada la de las barras y las estrellas. Nuestro lábaro patrio fue enviado a U.S.A., donde permaneció muchísimos años y no fue sino hasta el gobierno de López Portillo que fue devuelta a nuestro país.
Si hubo un abanderado muerto
Días antes, el 8 de septiembre, hubo otra cruenta batalla, la del Molino del Rey, donde el oaxaqueño Antonio de León moriría “peleando como fiera” tal vez para olvidar que alguna vez fue realista. En esa batalla, “la más sangrienta de la guerra”, murieron más de mil soldados norteamericanos, por lo que, el general William J. Worth fue destituido por el general Scott.
Ese fue el escenario para el sacrificio del capitán Margarito Zuazo. Miembro del Batallón Mina, el capitán Zuazo fue de los últimos soldados mexicanos en caer bajo el ataque invasor. Ya sus jefes habían muerto, la batalla estaba perdida, porque otra vez, el execrable Santa Anna (quien se cree ayudó a los norteamericanos) cuando se esperaba que su tropas y la caballería de Juan Álvarez cargaran contra los invasores, con lo que se obtendría a el triunfo, el dictador se mantuvo observando desde la hacienda de Los Morales
Zuazo logró entrar al edifico de principal, ahí se quitó la chaqueta y la camisa, y se enredó en el torso la bandera mexicana. Al regresar al combate fue atacado con bayonetas. Moribundo, logró retirarse y alejar el lábaro de los enemigos. Hoy, la enseña se encuentra, manchada con su sangre, en el Museo Nacional de Historia.
El origen del monumento
La razón del incremento del fervor patrio hacia los héroes de Chapultepec, se halla en un incidente ocurrido en tiempos de Miguel Alemán. En marzo de 1947, en la conmemoración de los cien años de esa guerra, el presidente de U.S.A., Harry Truman, realizó una visita oficial a México.
El autor de que soltaran las bombas atómicas en Japón, queriendo quedar bien con México, colocó una ofrenda de flores en el antiguo monumento a los Niños Héroes en Chapultepec y dijo: “un siglo de rencores se borra con un minuto de silencio”.
Eso ofendió mucho el corazón militar. Por la noche, los cadetes del Colegio Militar levantaron la ofrenda y la arrojaron maltrecha frente a la embajada estadounidense.
Antepasados de la “Paca” en el gobierno
En el gobierno debieron sentir mareos. No hacía mucho los militares eran dueños del poder. Así que, poco después de la visita del genocida, una noticia ocupó las portadas de los diarios: se habían encontrado al pie del cerro de Chapultepec, seis calaveras, seis, que se aseguraba, eran de los niños héroes. ¡Quiobo!
Igual pasó cuando el maldito dictador jarocho, en un de esas, cuando el pueblo lo repudiaba, desenterró su pierna y la anduvo revolcando por la ciudad. Ya repuesto en el poder, uno de sus lacayos la “encontró” y la enterraron con mayor pompa que la anterior ocasión. ¿Imagina qué labor buscar los 26 huesos del pie jarocho, que seguramente no quedaron todos en el mismo lugar?
La autenticidad de las heroicas calaveras fue dictaminada por el Instituto Nacional de Antropología e Historia y apoyada por varios historiadores, por lo que se decretó que esos restos eran, sin ninguna duda, de los cadetes.
Es casi como aquel que vendía el cráneo de Pancho Villa, junto a uno más pequeño. Al preguntar el gringo por el de menor tamaño, dijo el vendedor mexicano: “Ah, es de Pancho Villa cuando era niño”.
Pocos años después, en 1952, se inauguró el nuevo monumento (obra del escultor Ernesto Tamariz y el arquitecto Enrique Aragón Echegaray) y depositados los héroes desconocidos, concretándose otro fraude más a la nación.
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